Mis estudiantes de teoría económica aplicada a la educación
aquí le va el contenido del escrito a analizar.
salud.
Trabajenlo conforme a las preguntas que se les formularon en la propuesta anterior.
EDUCACIÓN,
ECONOMÍA Y MERCADO:
CRÓNICA DE UNA
DIFÍCIL RELACIÓN
(EDUCATION AND FREE MARKET: A TROUBLING RELATIONSHIP)
Alberto Montero
Soler
Universidad de
Málaga
La educación está
sufriendo en la actualidad el embate de una serie de políticas que promueven Inequívocamente
la incorporación de mecanismos mercantiles a un mayor número de ámbitos del
sistema educativo a los mecanismos de mercado.
Esta tendencia se
ha visto reforzada desde la Economía por dos factores fundamentales que
son tratados en este
artículo. En primer lugar, por el discurso emanado desde la economía de
la educación a lo
largo de su evolución como disciplina; un discurso que no ha tenido reparos
en desnudar a la
educación de su condición de derecho de ciudadanía y mecanismo esencial de Socialización
para tratarla meramente como una mercancía y, con ello, facilitar la
posibilidad de su regulación a través del mercado. Y, en segundo lugar, por las
políticas neoliberales de respuesta a la crisis económica de los setenta y por
el posterior entorno impuesto por la globalización y sus condicionantes sobre
las economías nacionales.
INTRODUCCIÓN
La reflexión sobre
la concepción actual de la educación, en general, y de las políticas
educativas, en particular, no puede desconsiderar las tendencias que apuntan hacia
una progresiva, pero decidida, mercantilización de todo lo relacionado con aquéllas.
Ese cambio en la
perspectiva, caracterizado genéricamente por la redefinición de la educación a
partir del rechazo de su naturaleza de derecho universal y su transmutación en
una mercancía que, como tal, debe quedar sometida a las leyes del tráfico
mercantil, se ha visto acompañado simultáneamente de ftiertes presiones para
que los estados nacionales la asuman como propia y la conviertan en el eje
director de sus programas de reforma en el ámbito educativo. Resulta, entonces,
que tanto a nivel nacional como supranacional la educación está siendo objeto
de un proceso de transformación radical que va más allá de métodos e
instrumentos, de discusiones pedagógicas o definiciones de curricula, y que
alcanza a su misma esencia, a la definición de su función social, de sus
objetivos y, como no podía ser de otra manera, a la forma en la que debe ser
provista.
Una comprensión
más aquilatada de este proceso y de la intensidad de las presiones que tienen
como fin último la mercantilización de la educación entendemos que exige del
análisis previo, siquiera somero, de las bases sobre las que se ha ido
construyendo el discurso que le ha dado sustrato conceptual. Así, difícilmente
podría haberse extendido la idea de que la educación puede
y debe ser
considerada como una mercancía si, desde los años sesenta y con desigual intensidad
y capacidad de materialización de sus propuestas teóricas en políticas concretas,
no hubiera ido desarrollándose una disciplina dentro de la Economía que
promovía esa visión mercantilista de la educación. Disciplina que, como veremos,
fue mayoritariamente cultivada por una de las ramas más conservadoras de la
Economía, aquélla vinculada a la Escuela de Chicago, y que, como era de
esperar, acabaría por reconducir la cuestión educativa, como ya había hecho con
otras materias que hasta entonces no habían constituido objeto de estudio
propio del análisis económico, hacia el ámbito del mercado.
Tras una sintética
revisión de la evolución de dicha disciplina, en la que se irán constatando los
avances continuos de aquellas líneas de investigación que han tomado como hilo
conductor la búsqueda de evidencia empírica a favor del progresivo desmantelamiento
de los sistemas de educación pública, este trabajo continúa con la exposición
del contexto en el que tanto el discurso como las políticas de agresión a la
educación han tenido lugar. Un entorno que puede caracterizarse, básicamente, porque
la respuesta a la crisis económica de los años setenta se artiiculó en
torno tanto a la
concesión de un mayor protagonismo al mercado como mecanismo regulador de la
vida económica y social como por la creciente apertura de las economías nacionales
a las influencias internacionales, esto es, por lo que ha dado en llamarse la
globalización.
Finalmente, el
trabajo se cierra con una reflexión acerca de cómo la aplicación de políticas
neoliberales encontraron en el discurso teórico generado desde la economía de
la educación la coartada científica para articular medidas de respuesta a la
crisis económica que, en el ámbito concreto de la educación, se vienen
manifestando bajo la forma de tres fenómenos diferenciados, aunque totalmente
interrelacionados: privatización, mercantilización y comercialización de la
educación.
2. LA ECONOMÍA DE
LA EDUCACIÓN COMO DISCIPLINA:
UNA BREVE
PANORÁMICA
Durante los años
sesenta la Economía se acercó a ámbitos de la realidad social que habían sido
tradicionalmente ajenos a su objeto de estudio, la actividad económica, para
acabar haciéndolos propios. Así, sobre la base del planteamiento de que cualquier
fenómeno social que fuera susceptible de
análisis en términos de costes y beneficios, por muy dificultosa y subjetiva
que pudiera resultar la cuantificación de los mismos, podía y debía ser
sometido a consideración económica, aquélla fue expandiendo su campo de estudio
tradicional hacia terrenos hasta entonces sólo tangencialmente analizados.
Los efectos de esa
expansión "imperialista" de la Economía más allá de sus fronteras
convencionales fueron contradictorios. Por un lado, es cierto que permitía
ampliar el enfoque desde el que determinados problemas sociales, siempre ricos
en aristas, podían ser estudiados. Ello permitía revelar la incidencia decisiva
de variables que hasta entonces habían sido desconsideradas
y descubrir nuevas
relaciones causales que no podían ser obviadas si se deseaban articular
políticas sociales apropiadas que enfrentaran el problema en toda su
complejidad y con perspectiva de solución global. Pero, por otro lado, el
análisis económico y un cierto discurso excesivamente economicista fueron
adquiriendo de manera progresiva un peso decisivo en la formulación de las
políticas públicas en detrimento de los enfoques y perspectivas aportados por
otras disciplinas que se suponía que aquél había venido a enriquecer y no a
suplantar'.
En ese contexto
fue adquiriendo carta de naturaleza y creciente aceptación un discurso que, en
el terreno de las políticas públicas, iba marcando tendencias globales en una
línea muy concreta: la relevancia que debía adquirir el mercado en la regulación
de determinados procesos sociales que tradicionalmente habían estado insertos
en la órbita regulatoria de las autoridades públicas y sus ámbitos específicos de
actuación.
La aparición de la
economía de la educación como disciplina formal surgió, precisamente, en el
seno de la escuela de pensamiento económico que con mayor intensidad ha
reivindicado ese papel regulador estelar para el mercado: la Escuela de
Chicago, núcleo duro del economicismo neoliberal.
Será uno los
fundadores y miembros más destacados de esa Escuela, Theodore Schultz, el
primero que resalte la importancia de los beneficios derivados de la educación y,
sobre todo, quien proponga y desarrolle el enfoque económico para su análisis,
dando pie a multiplicidad de trabajos que, a lo largo de la década de los
sesenta, tratarán de clasificar y cuantificar los beneficios y costes
económicos asociados a la misma. Hay que advertir que este enfoque novedoso
para el tratamiento de la educación estuvo, a su vez, estrechamente vinculado,
tanto en su aparición como en su evolución posterior, con una corriente de la
economía del trabajo también desarrollada en el seno de dicha Escuela: la teoria
del capital humano.
De esa forma, y
mediante la integración de ambas disciplinas, se conseguía desde su origen que
educación y trabajo aparecieran íntimamente asociados en una misma línea de
investigación que, en su desarrollo, iría profundizando el discurso de que la
primera debe ser puesta al servicio del segundo por encima de cualquier otra
consideración ya que, según sus conclusiones últimas, en la perfecta
articulación entre una y otro radica una de las claves decisivas del
crecimiento económico de las naciones y del incremento de ingresos de los
individuos y, con ello, del bienestar personal y social.
En efecto, tal y
como postula la teoría del capital humano, que la heterogeneidad de los
trabajadores que se constata en el mercado laboral no obedece tan sólo a razones
de naturaleza genética, a capacidades innatas, sino que constituye, sobre todo,
el resultado de los diferentes grados de inversión que aquéllos realizan en su educación
y formación y, en consecuencia, en la adquisición de una determinada cualificación''.
La educación y la
formación se consideran, por lo tanto, como una forma de inversión que
producirá beneficios futuros en la forma de mayores ingresos, tanto a nivel
individual como para los países, por la vía de desarrollar y perfeccionar el
activo que suponen los conocimientos y habilidades de los trabajadores; activo
que, a su vez, repercutirá positivamente sobre la productividad y, en última instancia, sobre el
crecimiento económico
Como puede
fácilmente deducirse, la teoría del capital humano pasaba a integrar rápidamente
en su seno a la economía de la educación a partir de la premisa de que el gasto
en educación, público o privado, es capaz de generar un importante efecto tanto
sobre la posición económica de los individuos como sobre la evolución económica
de las sociedades.
Pero, además, este
planteamiento suponía un cambio radical en el tratamiento conceptual otorgado a
la educación desde la economía. Si hasta entonces la demanda de educación no
obligatoria había sido tratada como la demanda de un bien de consumo, ahora, la
educación no obligatoria se convertía en un bien de inversión y, como tal, era
demandado por los ciudadanos en función de su tasa de rentabilidad futura".
El vínculo entre
educación y trabajo quedaba, pues, perfectamente delineado y el tratamiento
conceptual otorgado a la naturaleza de la primera adquiría esa nueva
perspectiva que, en lo sucesivo, marcaría decisivamente el marco normativo de
las políticas educativas. Y es que si el diagnóstico del desempleo que
eventualmente pudiera existir en una sociedad pasaba por una insuficiente o
inadecuada inversión en formación, las propuestas normativas de este análisis
se remitirán en mayor medida al ámbito de las políticas educativas que al de
las del mercado de trabajo o, en todo caso, a ampliar la capacidad de los
individuos para invertir en sí mismos de cara a mejorar sus condiciones de
empleabilidad.
Estos
planteamientos se desarrollaron, además, en un contexto singularmente favorable,
como fue el de los años sesenta, dominado aún en lo económico por las ideas de
naturaleza keynesiana y, por lo tanto, por la confianza en el papel del Estado
como impulsor del crecimiento económico y de mayores cotas de bienestar por la
vía del estímulo de la demanda agregada y de políticas activas de
redistribución de la renta.
En este sentido,
es necesario destacar que las conclusiones que podían extraerse tanto de la
economía de la educación como de la teoría del capital humano permitían justificar
la inversión pública en educación -más allá de su aportación clave a la
promoción de la movilidad e igualdad social- en razón a su repercusión positiva
sobre el crecimiento económico a largo plazo y de paso, y vista la sintonía del
momento entre resultados científicos y praxis política, se constituían a su vez
en un acicate para profundizar en la investigación en ambas materias^. La
contribución inmediata que, en ese contexto, dichas disciplinas estaban en condiciones
de realizar se centró, básicamente, en el desarrollo de una metodología que
permitiera definir nuevos criterios para la inversión social en educación. En concreto,
una de las líneas de investigación prioritarias fue el diseño de criterios para
lograr que los
recursos se asignaran entre niveles de educación y años de formación de forma que se igualaran las tasas de
rendimiento marginal social de la inversión educativa realizada en ambos
factores y, al mismo tiempo, que esa tasa no fuera inferior a la que se
obtendría de la inversión de dichos recursos en iniciativas sociales alternativas.
Se trataba, en
definitiva, de determinar la tasa de rendimiento o rentabilidad de la inversión
en educación y los efectos externos asociados a dicha inversión. La rentabilidad
se constituiría, por lo tanto, en el criterio que permitiría explicar la decisión
de los individuos de invertir en los diferentes tipos, niveles y duración de la
educación y, al mismo tiempo, podría ser utilizado como una guía para la
asignación de los recursos públicos en el sistema educativo o en destinos
sociales alternativos*.
2.1.
La economía de la educación en tiempos de crisis: el descrédito teórico de la financiación
pública
La crisis
económica generalizada de los años setenta y el cambio en la consideración general
sobre el papel y la preeminencia que Estado y mercado debían tener en la
regulación de la relaciones sociales y económicas, marcó la apertura de nuevas
líneas de investigación en la economía de la educación que, en contraposición con
lo acontecido durante la década precedente, cuestionaron seriamente la popularidad
y bondades de la inversión pública en educación. De entrada, el desarrollo de
las teorías credencialistas (screening theories) puso en tela de juicio
los beneficios sociales y económicos del gasto público educativo que inicialmente
les había reconocido la teoría del capital humano''. Su argumentación giraba,
básicamente, en torno a la idea de que la incidencia de la formación sobre la
productividad de los individuos era muy reducida dado que el sistema
educativo meramente
actuaba como un mecanismo de filtro para identificar y seleccionar a aquéllos
que poseían una serie de atributos concretos, ya fueran de carácter genético o
producto de su entorno familiar; pero que, en ningún caso, proporcionaba ni
permitía mejorar dichos atributos sino que se limitaba a otorgar credencialesa
los más inteligentes y/o motivados de entre ellos'".
Consecuentemente,
y en la medida en que, desde esa perspectiva, la educación tan sólo
proporcionaba beneficios privados, nunca sociales, estas teorías abrían el camino
para el ataque frontal al carácter público de los sistemas educativos y a la asignación
de recursos de esa naturaleza a la educación. Pero, además, estas teorías
también cuestionaban el vínculo establecido por la teoría del capital humano
entre formación y crecimiento económico, afirmando que la única contríbución de
la educación al crecimiento era la de proporcionar a los empresarios un
mecanismo previo de selección de personal (Blaug 1976, p. 846). Y no puede
negarse que esta crítica encontraba un cierto aval empírico en el deterioro que
se estaba produciendo en las tasas de crecimiento de las economías occidentales
a pesar del creciente nivel formativo de sus ciudadanos. De hecho, en algunas sociedades,
como era el caso de la estadounidense, comenzaban a presentarse pro- blemas de
sobreeducación, es decir, unos niveles de educación de los trabajadores superiores
a los requeridos por sus puestos de trabajo.
En este sentido,
hay que destacar que esta tendencia empírica reforzó la preeminencia de las
teorías credencialistas frente a la teoría del capital humano durante la década
de los setenta y primeros años de los ochenta, por cuanto la llegada de una
importante cantidad de recién graduados con una elevada formación al mercado de
trabajo y la incapacidad de éste para absorberlos generó un descenso de sus salarios
y un aumento de su tasa de desempleo". De esa forma, acababan siendo las
características
del empleo y del mercado de trabajo en general las que determinaban el nivel
salarial del trabajador y no su nivel formativo, en contraposición con lo que
predecía la teoría del capital humano.
Las críticas de
las teorías credencialistas hacia la inversión pública en educación y sus
consecuentes propuestas normativas se complementaron, aunque bien es cierto que
con un sentido diferente, con las que se realizaron desde las nuevas
aportaciones de la economía del trabajo y, más concretamente, desde las teorías
de los mercados de trabajo segmentados'^
Éstas planteaban
la existencia de una discriminación en los mercados de trabajo hacia los
sectores más pobres de la sociedad, una de cuyas causas era la discriminación previa
a la que esa población se veía sometida en el sistema educativo. De esta forma,
se denunciaba la manifiesta debilidad del sistema público de educación para
traducir el incremento de los recursos que se le asignaban en una mejora de la movilidad
social y en una reducción de las desigualdades de renta en las sociedades.
Y, en confluencia
con los planteamientos últimos de las teorías credencialistas y a la luz de los
primeros resultados empíricos que demostraban la existencia de una
discriminación laboral y salarial hacia las minorías raciales y las mujeres, se
concluía que el sistema educativo acababa convertido en un mecanismo de
selección al servicio del empresario.
De todo lo
anterior se deduce, evidentemente, que las perspectivas no eran nada halagüeñas
para el mantenimiento y profundización de los sistemas públicos de educación. La
crisis económica pero, sobre todo, el replanteamiento del papel del Estado,en
general, y de su función como productor y suministrador de bienes públicos, en particular,
afectaron decisivamente a las cuestiones relacionadas con la educación y su
financiamiento. De la preeminencia que hasta ese momento había tenido en el discurso
sobre estas materias la contribución del sistema educativo a la consecución de
mayores cuotas de igualdad social, a una mayor y mejor movilidad social
vertical
y a sus efectos
externos positivos sobre las tasas de crecimiento económico, el énfasis se fue
trasladando, por la vía de la preeminencia de los análisis de naturaleza microeconómica
sobre la educación, hacia cuestiones relacionadas con la eficiencia del gasto,
la rentabilidad social y privada de la inversión en educación, la evaluación de
los sistemas educativos y el acoplamiento estricto tanto de la educación como
de la formación a las necesidades del mercado de trabajo.
De esa forma, el
recorte de fondos destinados al sistema educativo que comenzó durante la segunda
mitad de la década de los setenta se acompañó, ya durante los ochenta, de una
traslación del objeto de estudio de la disciplina hacia aspectos que hasta
entonces habían sido desconsiderados de manera generalizada: la calidad de la
educación, la forma en la que dicha calidad debía ser medida, la relación que
la calidad mantenía con el gasto en educación y la responsabilidad, medida en
términos
de resultados, de
las distintas instituciones del sistema educativo por los recursos que les eran
asignados (Teixeira, 2000, p. 269).
Todo ello permitía
enfocar la cuestión educativa dejando de lado el análisis de la suficiencia o
insuficiencia del volumen de fondos asignados a la misma para, tomando éstos
como un dato, centrarse en la eficiencia de dicho gasto. En última instancia,
este enfoque resucitaba en el terreno de la educación y su financiación una de
las grandes cuestiones siempre subyacentes al análisis de las políticas
públicas: la aparente relación de intercambio existente entre eficiencia y
equidad.
Este cambio de
enfoque tuvo sus repercusiones positivas y, junto a la reconsideración del
papel de la educación en el crecimiento económico, permitió el renacimiento a
partir de la segunda mitad de los ochenta de una disciplina que, como reconocía
Blaug (1985), había comenzado los ochenta con evidentes signos de
estancamiento.
Detrás de ese
resurgimiento se encontraba el nuevo impulso que tomó la teoría del capital
humano tras la revisión de sus supuestos de partida por la vía de la integración
de alguno de los elementos aportados por las teorías credencialistas y por los
nuevos modelos de filtro y señal (sorting models). La fusión de estos
diferentes enfoques confluyó en el planteamiento sintético de que, por un lado,
la inversión en educación afectaba positivamente a la productividad de los
trabajadores y,
por otro lado, las
instituciones educativas actuaban ciertamente como un filtro seleccionando a
aquellas personas más inteligentes o motivadas y que, en consecuencia, presentaban
unos mayores niveles de productividad sobre la base de características difícilmente
observables de forma directa por los empresarios ".
Y, por otro lado,
también hay que considerar el efecto positivo que tuvieron sobre la disciplina
los nuevos modelos de crecimiento económico endógeno dada la importancia
atribuida en ellos a la educación por sus efectos positivos sobre la
acumulación de capital humano. En concreto, la nueva generación de modelos de
crecimiento ha incorporado la acumulación endógena de capital humano como un determinante
decisivo de la tasa de crecimiento y del nivel de competitividad de las
economías por la
vía de su impacto en la productividad de los trabajadores y la mayor y mejor
difusión de la tecnología entre las empresas'". En consecuencia, ello ha
promovido la profundización en la investigación económica de aquellos aspectos de
la educación que mayor incidencia pudieran ejercer sobre la cualificación de
los trabajadores para, a partir de ahí, instar a la realización de reformas en
ese sentido; reformas que, por otra parte y más allá de otras consideraciones,
tienen como común denominador la progresiva relevancia otorgada a los
mecanismos de mercado como vectores para la promoción de la eficiencia en los
diversos ámbitos del sistema educativo.
Es por ello que
puede afirmarse que lo más relevante de las tendencias adoptadas por la
economía de la educación como disciplina durante este último período y para lo
que aquí nos ocupa es su asunción decidida de una perspectiva abiertamente mercantilista.
Esa perspectiva no sólo se manifiesta en los enfoques adoptados durante los últimos
años, sino que incluso las propias categorías de análisis se han modificado en
ese sentido y ha acabado desvelando el giro conceptual que sus practicantes habían
imprimido a la naturaleza de su objeto de estudio desde sus orígenes: la
educación se trata abiertamente como una mercancía -o, más propiamente, como un
servicio-; las matrículas se consideran el precio a pagar por dicho servicio;
los estudiantes y sus familias son los nuevos clientes del sistema educativo; y
las escuelas no son más que las empresas productoras de formación y educación.
3. LOS TIEMPOS CONVULSOS DE LA ECONOMÍA DE FINES DE
SIGLO
Y EL ATAQUE A LAS ESTRUCTURAS DE BIENESTAR SOCIAL
La revisión
precedente nos ha permitido poner de manifiesto el sustrato teórico que ha
constituido en cada momento la fuente de legitimación científica para la aplicación
de una serie de políticas basadas tanto en la progresiva reducción del gasto
público educativo como en el avance de la visión mercantilista de la educación y
que, en última instancia, se ha traducido en la introducción paulatina, aunque continuada,
de mecanismo de mercado en el sistema educativo. En este sentido, hay que
resaltar que las reformas educativas de las últimas décadas se insertan en un
contexto generalizado de desmantelamiento de las estructuras de bienestar
consolidadas durante los "años gloriosos" del crecimiento económico capitalista
de postguerra; proceso que encontrará en la crisis de acumulación de los años
setenta el punto de inflexión para su definitiva profundización en la mayor parte
de los países occidentales".
En efecto, la
respuesta a la crisis de los años setenta se articuló a partir de un cambio en
las políticas económicas aplicadas por parte de los gobiernos como consecuencia
del cambio en el paradigma económico dominante que, a su vez, había tenido
lugar en los ámbitos académicos y políticos. El neoliberalismo pasó a ocupar el
lugar que hasta ese momento, aunque con intensidad decreciente, habían ocupado los
planteamientos de naturaleza keynesiana. Y, así, si éstos habían defendido la importancia
de la participación directa del Estado en la economía a través de la gestión de
la demanda agregada y sus diversos componentes, con especial incidencia en el
gasto público, aquél incidirá en que el Estado y su intervención constituyen un
obstáculo para el desarrollo económico y social de las naciones y que, por lo
tanto, dicha intervención debe ser minimizada.
El neoliberalismo
atribuirá al Estado intervencionista y al gasto público en bienestar social el
origen de múltiples ineficiencias con innumerables consecuencias, todas ellas
de repercusiones negativas sobre la tasa de crecimiento económico de las
economías'^ En concreto, el epicentro del discurso neoliberal girará en torno a
la acusación de que el gasto público y los efectos redistributivos del Estado
de Bienestar afectan a la tasa de ahorro de la economía especialmente, a la de
los grupos sociales más favorecidos y con mayor capacidad de ahorro. Como
consecuencia, la caída del ahorro provocará el descenso de la inversión, lo que
se traducirá en el ralentizamiento de la tasa de crecimiento económico, el
aumento del desempleo y, como efecto perverso último, en un descenso del mismo
bienestar social que el Estado quería promover a partir del incremento inicial
del gasto.
A estos efectos
indeseados también se sumarán, por un lado, las rigideces que el Estado, en su
función de regulador de la actividad económica, impone sobre los mercados
laborales y, por otro lado, los costes que hace recaer sobre los empresarios para
la protección social de los trabajadores. Todo ello provoca, en última
instancia, un funcionamiento imperfecto de los mecanismos de mercado en el
ámbito laboral, con los consiguientes efectos negativos sobre el empleo.
Ante este
diagnóstico de las causas de la crisis que en esos momentos experimentaban
las economías
occidentales, las recetas neoliberales se pueden intuir sin demasiada
complicación. El neoliberalismo abogará por otorgar al mercado, en detrimento
del Estado, un papel estelar en la regulación de todos los aspectos de la vida
económica y social y, simultáneamente, por la reducción del gasto social y el
ya referido desmantelamiento de las estructuras de bienestar. La reducción del
déficit público, la búsqueda de la estabilidad presupuestaria y la lucha contra
la inflación como mecanismos indirectos para la consecución del crecimiento
económico sustituirán a las políticas de demanda activas que tan buenos
resultados habían ofrecido durante el período precedente.
Por otro lado, hay
que tener en cuenta que la aplicación de este tipo de políticas cuyo fin no era
otro que la involución acelerada de los Estados de Bienestar se vio favorecida
por la llegada al poder de gobiernos de marcado signo conservador en países
-Estados Unidos o Gran Bretaña- con una gran capacidad para influir y marcar
tendencias en la esfera internacional y sobre las políticas nacionales de los países
de su entorno físico y político.
En cualquier caso,
el proceso de acoso sobre las estructuras del bienestar iba más allá del ataque
frontal que suponían dichas políticas ya que, simultáneamente, se vieron
reforzadas por las medidas desreguladoras y liberalizadoras encaminadas a la
creciente apertura de las economías nacionales a la competencia internacional. De
esa forma, tanto a nivel nacional como internacional, se fue pergeñando un
contexto propicio para la profundización y mantenimiento en el tiempo de ese tipo
de políticas contra los Estados de Bienestar justificadas, ahora, sobre la base
de la ineludible inserción de las economías nacionales en una economía
internacional globalizada y en la que los sistemas de protección social se
convertían en un factor instrumental secundario y subordinado a la competencia
entre países desarrollados y, más allá, entre éstos y los países en vías de
desarrollo. Y es que, en un entorno dominado por la movilidad casi irrestricta
del capital, la competencia entre Estados por la captación de inversiones se
transfiere al ámbito de los factores productivos fijos, es decir, a la
atracción que pudieran ejercer sobre los inversores la abundancia y precio de
recursos naturales o las condiciones en las que se presta el trabajo y su
coste, fundamentalmente.
En este sentido,
conviene insistir en que la globalización, que como un fenómeno natural e
inexorable ha pretendido interesadamente presentarse por parte de sus acérrimos
defensores, no es sino la resultante de la aplicación de una serie de políticas
que, por la vía de la liberalización de determinados ámbitos -singularmente, el
financiero y el referido al comercio exterior- y apoyado sobre las
oportunidades objetivas que brindan las nuevas tecnologías de la información,
han desmantelado las barreras de diversa naturaleza con la que los estados
nacionales preservaban la evolución de sus economías de las influencias
extemas.
Con ello, de un
contexto en el que los Estados disponían de una considerable autonomía política
en lo referente a la administración macroeconómica y la determinación de las
políticas sociales, fiscales y monetarias se ha pasado a una situación en la
que el Estado nacional se muestra mucho más sensible a unas influencias que son
de naturaleza supranacional". Desde esta perspectiva, y como destaca
Alonso (2004, p. 239), "la globalización pareciera ser algo más que el
simple incremento de los flujos comerciales, financieros o comunicacionales
entre países, algo más que la creciente porosidad de unos mercados altamente
interrelacionados o que la uniforme proyección publicitaria de imágenes y
marcas de presencia planetaria. Más bien parece aludirse a un nuevo estadio del
sistema mundial caracterizado por la dislocación de las economías y los Estados
nacionales y su recomposición sobre bases mundiales según las necesidades que
impone el mercado".
4. LA LÓGICA
"ECONOMICISTA" LLEGA A LA EDUCACIÓN:
PRIVATIZACIÓN,
MERCANTILIZACIÓN Y COMERCIALIZACIÓN
En el marco de
esas transformaciones estructurales del sistema capitalista, la política
educativa se ha visto, de entrada, sometida a dos tendencias contrapuestas'*. De
un lado, y en tanto que política de carácter generalmente público y social, sufrirá
los embates de las políticas neoliberales que, sobre la base de la presunta
crisis fiscal en la que se encontraban los Estados, reclamaban el recorte de
los gastos públicos.
Y, de otro lado, y
dada la importancia otorgada a la formación de capital humano para el
crecimiento económico y, más aún, como factor estratégico de competitividad a
nivel internacional en el nuevo orden de competencia impuesto por la globalización,
se insistirá en la importancia que tiene la inversión en educación y formación,
se demandarán mayores recursos financieros a tal efecto y se promoverán reformas
que faciliten un ajuste más preciso de la formación a las nuevas necesidades del
sistema productivo'".
Esta
contraposición de tendencias se constata a todos los niveles. Basta con observar,
por ejemplo, los "indicadores de competitividad internacional" que
elaboran algunos organismos económicos internacionales y en los que se
presentan datos para dos índices cuyos niveles dependen de la aplicación y
desarrollo de políticas contradictorias: el nivel de costes salariales y la
cualificación de la mano de obra. Se sostiene, así, que la capacidad competitiva
del país crecerá cuanto mayor sea la formación de unos trabajadores cada vez
peor remunerados.
Sin embargo, en
este caso se olvida que una estrategia espuria de competitividad basada en la
reducción de los costes laborales, cuando la mayor parte de la población tiene
en el salario su única fuente de renta, es incompatible con cualquier política
que trate de promover la cualificación media de la mano de obra a partir del fomento
de la inversión pública en su educación y formación. La razón no es otra que,
en un contexto caracterizado por el hecho de que la reducción de los niveles
impositivos sobre el capital y los beneficios constituye un reclamo añadido
para la atracción de inversión exterior, el peso del mantenimiento financiero
del gasto público social se transfiere progresivamente hacia las rentas familiares,
ya sea por vía impositiva o de gasto directo. Unas rentas familiares que, en
tanto que constituidas mayoritariamente por unos ingresos salariales cada vez más
mermados, difícilmente pueden soportar la carga fiscal añadida que supondría el
incremento de la inversión pública en educación que reclama la aplicación
continuada y creciente de programas de formación para los trabajadores, en
particular, y para la población, en general.
Pero, además, si
se tiene en cuenta que el entorno también queda definido porque un reducido
nivel de gasto público como porcentaje del PIB es un factor añadido de
competitividad internacional, la consecuencia de la confluencia de estas presiones
en sentidos contrarios no puede ser otra que la progresiva privatización de los
sistemas educativos^".
En este sentido,
la privatización se produce a través de la paulatina transferencia del gasto
público educativo hacia nuevos actores que, evidentemente, pasan a adquirir una
influencia creciente sobre los contenidos, procesos y objetivos del sistema educativo;
influencia que no se deja sentir sólo sobre las partes del sistema o los
centros concretos a los que afluye la financiación privada sino que también, y por
la vía de la competencia de éstos con aquellos ámbitos del sistema que se
mantienen en la esfera pública, va condicionando la evolución del conjunto del
sistema educativo.
En cualquier caso,
es necesario puntualizar que los procesos de privatización del sistema educativo
revisten una peculiar naturaleza que la distinguen de los que tienen lugar en
otros ámbitos del sector público. Y es que, ciertamente, la privatización de la
educación no ha venido acompañada, como sí ha ocurrido en el caso de otros
servicios públicos, de una masiva transferencia de la propiedad hacia el sector
privado. Antes bien, este proceso está revistiendo unas características
peculiares que hacen que desde determinados ámbitos incluso se argumente que no
está teniendo lugar aludiendo a que dicha transferencia de propiedad no se ha
producido y desconsiderando otros elementos que son los que realmente están
marcando el tránsito hacia una educación crecientemente privatizada y
mercantilizada.
En términos
generales, la privatización de los servicios públicos supone, no sólo la
transferencia de los derechos de propiedad, sino también una reducción en la
provisión pública del servicio a favor de la provisión privada, una reducción
de la financiación estatal y, sobre todo, una mayor desregulación pública de la
actividad.
Sin embargo, en el
ámbito educativo y dadas sus peculiares características, este fenómeno se está
produciendo de una forma más encubierta y solapada, por vías intermedias y más
sinuosas pero igualmente efectivas'". Así, por ejemplo, se ha recurrido a
la introducción del cobro parcial por la provisión del servicio; o se ha permitido
que sea el sector privado quien provea un servicio financiado con gasto público;
o, finalmente, se ha desregulado y liberalizado el sector educativo, posibilitando
que el sector privado pase a competir con el sector público, en igualdad de condiciones,
por la provisión de educación y formación. En concreto, si se atiende a la
relación entre la provisión del servicio y su financiación, no debe olvidarse que
los sistemas de educación de masas occidentales del período de postguerra se
sustentaron, mayoritariamente, sobre la provisión y la financiación públicas.
En ese sentido,
una interpretación simplista, excesivamente estática e incapaz de capturar y mostrar
la complejidad del proceso de privatización contemporáneo en el ámbito
educativo sería pensar en el mismo, tal como se acaba de señalar más arriba, en
términos de la transferencia de ambos aspectos hacia el sector privado. Pero
si, por el contrario, se considera la privatización en el sector educativo como
un fenómeno multidimensional que, sin llegar a la radicalidad de la
transferencia de propiedad, tiene lugar de forma no siempre explícita y tomando
posiciones intermedias en ese espacio bidimensional integrado por provisión y
financiación, la realidad es indicativa de que, efectivamente, dicho proceso sí
que se está produciendo.
De hecho, se está
asistiendo a un cambio hacia sistemas más evolucionados de provisión de
servicios educativos en los que el énfasis se ha puesto en aspectos tales como
la elección por parte de los padres de los centros escolares o la competencia
entre diferentes tipos de escuelas, crecientemente diversificadas y a menudo gestionadas
por proveedores privados.
Y es por ello que,
en última instancia, pudiera parecer más apropiado hablar de una creciente
mercantilización de la educación que de su privatización. Se trataría, por lo
tanto, de la generalización de los denominados cuasi-mercados en el ámbito de
la educación, pudiendo caracterizarse éstos por la existencia tanto de una separación
entre el consumidor y el proveedor del servicio como por la posibilidad que se
le abre al primero de elegir entre varios proveedores, reservándose el gobierno
el establecimiento de controles sobre materias tales como la entrada de nuevos oferentes,
la inversión, la calidad del servicio e, incluso, el precio (Levagic, 1995).
En cualquier
acaso, mercantilización y privatización se complementan en el proceso de
transformación de la educación en una línea que la aleja de su concepción y
asimilación social como derecho de ciudadanía y la transforma progresivamente en
una mercancía.
Pero, además, y en
su intento por generar un clima social que favorezca una aplicación más intensa
de dichas políticas, estos procesos difunden continuamente un discurso de
fuerte contenido ideológico -subliminal, en la mayor parte de las ocasiones-con
el que tratan de generar una nueva base de legitimación social que convenga a
sus fines mediante la modificación de la concepción social de la educación y
sus funciones.
En este sentido,
lo que Whitty (2000) denomina la "privatización ideológica" de la
educación se sustenta sobre tres pilares esenciales. En primer lugar, promueve la
creencia de que el enfoque educativo adoptado por el sector privado es superior
al tradicionalmente adoptado en el sector público. En segundo lugar, demanda de
las instituciones del sector público un comportamiento y forma de operar que sean
cada vez más similares a las del sector privado. Y, finalmente, fomenta la toma
de decisiones privadas, ya sea a nivel individual o familiar, en lugar de
estimular el recurso a criterios políticos y profesionales, en definitiva, a
criterios colectivos.
Este último
aspecto es singularmente relevante por cuanto la doctrina que subyace al
proceso de mercantilización del sistema educativo se sustenta sobre el principio
de que familias e individuos deberían ver garantizado un creciente poder de
decisión en matería educativa. Y, efectivamente, la mercantilización de la
educación proporciona a dichos agentes una mayor capacidad de decisión, por
ejemplo, sobre la elección de centros o para el establecimiento de nuevos tipos
de escuelas, pero al coste de un progresivo incremento de la desigualdad por la
vía de la jerarquización del sistema educativo y la segregación social de los
colectivos menos favorecidos".
Pero, además, esta
ideología promotora de la competencia frente a la solidaridad o el bien común
acaba calando en el propio discurso que se difunde en el aula e impregna al
conjunto del sistema educativo. Así, en la medida en que los estudiantes se ven
influenciados por su entorno institucional, el sistema"morar que se transmite
desde la escuela se va acomodando cada vez más en mayor medida a los valores de
la cultura empresarial (Ball, 1994).
Y, finalmente,
privatización y mercantilización se ven complementadas por un tercer proceso
que abunda aún más en la introducción de mecanismos de mercado en el sistema
educativo: la comercialización de la educación. La educación se ha convertido,
así, en uno de los grandes negocios de las últimas décadas del siglo XX y los
primeros años del actual. Las posibilidades de beneficio son enormes en un
sector con grandes potencialidades y que, en gran medida, permanecen sin explotar
por el control que los Estados siguen manteniendo sobre él''^ Pero, la
comercialización no es sólo relevante por la magnitud de los recursos implicados,
sino que también debe tenerse en cuenta los efectos que la aparición de nuevos
actores de naturaleza privada ejercen sobre el sistema educativo. Así, la
creciente presencia de organizaciones comerciales que asesoran en materia de
provisión pública de educación puede, por sí misma, alterar la propia esencia
del sector.
Pero la cuestión
es mucho más preocupante cuando los centros recurren al patrocinio comercial,
incluso dentro de las aulas, como una forma de alegar financiación suplementaria
en un contexto de restricciones presupuestarias. En definitiva, las tendencias
descritas apuntan hacia una situación ciertamente preocupante, en la que la
educación pierde su sentido de derecho social universal y se convierte en una
mercancía que forzosamente debe ser consumida por la ciudadanía si ésta quiere
acceder al mercado laboral en las mejores condiciones posibles. Se abandona, así, el ideal de la educación
como mecanismo de socialización común e integrador de la ciudadanía en aras de
su nuevo papel como formador de mano de obra al servicio de la reproducción
capitalista. Y, todo ello, en un medio cada vez más hostil, en el que las
grandes corporaciones presionan a los gobiernos para que, mediante
desregulaciones y liberalizadones, cedan su soberanía en materia educativa y permitan que aquellas la acaben convirtiendo
en el gran negocio del siglo XXI.